jueves, 29 de julio de 2010

Paul Verlaine

Hoy quiero escribir de algo que encontré por ahí, se llama “Poetas Malditos”, y es una obra de Paul Verlaine, un poeta francés que vivio entre 1844 y 1896, en un principio me llamo la atención su peculiar historia, o mejor dicho lo que me llamo más la atención es que dejo a su esposa Mathilde Mauté, por irse con su amante Arthur Rimbaud, un joven poeta, que años más tarde sería parte de su obra “Poetas Malditos”, este libro es una especie de documental de 6 poetas que Verlaine admiraba, y por su notable oscuridad al momento de escribir, ya sea de temas relacionados con el entendimiento de su juventud, la no aceptación de temas de relacionados con la moral y cosas que en esa época eran tabú, es que titula al libro de esa forma, los poetas mencionados en el libro son, Tristan Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Villiers de L'Isle-Adam y Pauvre (pobre) Lelian (anagrama de Paul Verlaine), en esa misma época se llamaron también “Poetas malditos” o “malditismo” a poetas que escribían de temas relacionados, tales como François Villon, Thomas Chatterton, Aloysius Bertrand, etc., a continuación un fragmento del libro de Verlaine, en el que se refiere a Arthur Rimbaud, que por lo demás es uno de mis escritores favoritos del libro;

“La Musa (¡vivan nuestros padres!), la Musa, decimos, de Arthur Rimbaud toma todos los tonos, pulsa todas las cuerdas del harpa, rasguea en las de la guitarra y acaricia el rabel con el más ágil de los arcos.

Arthur Rimbaud es zumbón y maligno socarronamente como nadie cuando le conviene, sin dejar de ser por ello ese gran poeta que es por la gracia de Dios.

Pruebas son la Oración de la tarde y Los sentados, dignos

de que nos arrodillemos.


ORACIÓN DE LA TARDE

Como a un ángel que afeitan, vivo siempre sentado,

empuñando algún vaso de profundas estrías;

doblado el hipogastrio, miro cómo han zarpado

del puerto de mi pipa tenues escampavías...

Cual cálida inmundicia que un palomar ha hollado,

me abrasan dulcemente múltiples fantasías

y es mi corazón triste, árbol ensangrentado

por los jaldes resinas doradas y sombrías.

Cuando agoto mis sueños de bebedor asiduo

de cuarenta cuartillos, sin ningún sobresalto

me recojo y expulso el ácido residuo.

Tierno como el Señor del cedro y los hisopos,

meo hacia el cielo oscuro, muy lejos y muy alto,

con venia y beneplácito de los heliotropos.


Necesita la composición Los sentados, para su perfecta comprensión, que refiramos un hecho explicativo.

Arthur Rimbaud era por entonces alumno “de segunda” en el liceo de... y era muy aficionado a hacer novillos, fumándose las clases. Cuando –al fin– se cansaba de

zancajear día y noche por montes, bosques y llanos –¡vaya un andarín!–, llegaba a la biblioteca de la ciudad que callo y pedía obras malsonantes para los oídos del jefe bibliotecario, cuyo nombre, poco requerido por la posteridad, baila en la punta de mi pluma. Mas ¿para qué nombraría yo a semejante metemu

ertos en este trabajo maledictino?

El excelente burócrata, que estaba obligado por sus funciones a servir los pedidos de Rimbaud, consistentes en numerosos cuentos orientales y libretti de Favart, alternados con mamotretos científicos raros y antiguos, renegaba al tener que “levantarse” por semejante chicuelo y le recomendaba se atuviera a Cicerón, Horacio y también a algunos griegos. El muchacho, que conocía y, sobre todo, apreciaba a los clásicos mejor que el mismo carcamal, acabó por incomodarse, y así hizo la obra maestra en cuestión:


LOS SENTADOS

Picados de viruelas, cubiertos de verrugas,

con sus verdes ojeras, sus dedos sarmentosos,

la coronilla ornada de costras y de arrugas

cual las eflorescencias de los muros ruinosos.

En idilio epiléptico han logrado injertar

su osamenta a los grandes esqueletos oscuros

de las sillas; ni un día han podido apartar

los pies de los barrotes raquíticos y duros.

Con el temblor doliente de sapos que tiritan,

los vejetes están al asiento trenzados,

junto al balcón en donde las nieves se marchitan

o entra el sol que los pone tan apergaminados.

Y con ellos los sórdidos sillones condescienden;

cede la paja sucia cuando alguno se sienta;

las almas de los idos días de sol se encienden

en las trenzas de espigas donde el grano fermenta.

Y sus dedos pianistas van ensayando a solas,

debajo del asiento, redobles de tambor,

mientras oyen gotear las tristes barcarolas

y sus chollas oscilan con balances de amor.

¡No hagáis que se levanten! Sucede algo espantoso;

se yerguen y enfurruñan cual gatos acosados,

y entreabre sus omóplatos el berrinche rabioso

que infla sus pantalones con frunces ahuecados.

En la paredes dan son sus cabezas mondas

y arrastran los torcidos monstruosos piececillos.

Llevan unos botones como pupilas hondas

que fascinan las nuestras en los negros pasillos.

Invisible, su mano se complace, homicida.

Se filtra en su mirada el veneno feroz

de los ojos pacientes de la perra tundida,

y trasudamos, víctimas en el aprieto atroz.

Se vuelven a sentar; con los puños crispados

piensan en los que llegan y el reposo les quitan,

y bajo los mentones secos y desmedrados

los racimos de amígdalas se inflaman y se agitan.

Y al cerrar sus viseras el austero letargo,

en el ensueño abrasan sillas embarazadas

y ven proles o crías de asientos a lo largo

de mesas de despacho por ellas rodeadas.

Flores de tinta escupen comas igual que células

de polen, y los mecen tiernas y acurrucadas,

cual fila de gladiolos a un vuelo de libélulas

- y excítanles el pene espigas aristadas.


No hay comentarios:

Publicar un comentario